miércoles, 9 de abril de 2008

El Prólogo

El prólog ha sido realizado por Alonso Cueto:


Gustavo Rodríguez es un escritor, un publicista y un comunicador. Es, en cierto sentido, un promotor del mundo. Su trabajo es convertir las experiencias en palabras dándole a esa relación un sesgo particular: la de fe. Es esta fe la que lo hace decir en uno de los textos más elocuentes y hermosos de este libro, “Los trofeos no son besos de tu madre”, que un niño descubrió en la publicidad un campo que le deparó conocimientos en su manera de “traducir el mundo”. Convertir el mundo en palabras, no reemplazarlo sino expresarlo, encontrar un lenguaje adecuado, estas son las tareas esenciales del comunicador. Pero la publicidad, en el buen sentido, le da un énfasis esencial a esta tarea, algo que es precioso para la supervivencia de todos nosotros: resaltar, difundir y promover aquello que lo merece, por el bien de todos.

En “Lo que aprendí de Carmen”, Rodríguez se refiere a las palabras de un escritor francés que coloca la publicidad como una expresión de lo más estúpido y banal. Si bien es verdad que muchos avisos publicitarios que vemos pueden desanimarnos de sus posibilidades, creo que ese hecho refuerza precisamente la necesidad de una publicidad inteligente y creativa, al servicio de las causas importantes. La verdad es que los mensajes publicitarios son parte de nuestra vida. Todos promovemos en las conversaciones las películas que nos gustaron, los libros que nos apasionaron, las personas y los hechos que valoramos. Somos unos publicistas sinceros de aquello que más nos ha conmovido, gustado o interesado. En “El bus que estropeó mi mente”, Rodríguez se refiere a la importancia de hablar del Perú, de nuestro gran país, a nuestros hijos y a las personas jóvenes. Su conclusión es que la valoración del Perú, de sus culturas, sus tradiciones, sus grandes posibilidades, es un requisito para un futuro mejor. La autoestima individual es inseparable de la que debemos o podemos sentir por nuestro país. Promover nuestro país, su originalidad y su potencialidad, ha sido una de las razones en la vida de Gustavo Rodríguez como comunicador, y pocos lo han hecho con la fe que sigue mostrando en estos textos.
Rodríguez sabe que un país no es una suma de individuos sino de su capacidad por hacer instituciones. Las instituciones son pactos colectivos, resultado de una promesa común. En “No quiero un salvador, quiero una institución”, nos recuerda cuántas veces buscamos a un “salvador” entre nosotros. La estrechez de horizontes, el criterio cortoplacista, y una cierta vocación por lo mágico, nos hace pensar muchas veces en que queremos traer a la persona que lo arregle todo. Muchos de nuestros males políticos, sociales, culturales y deportivos tienen que ver con esta superstición atávica.
Creo que pocas veces he visto formuladas con sencillez y claridad los temas de nuestro país y de nuestras comunicaciones como con este libro. Un país que se comunica consigo mismo es un país con cierta esperanza. Gustavo Rodríguez cree ciegamente en esta posibilidad, y en este libro, nosotros creemos con él.






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